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Contamos una mentira cada ocho minutos

Jerald Jellison

 

A nadie nos gusta que nos mientan. Bueno, en realidad sí, lo pedimos a gritos. Lo que nos disgusta es darnos cuenta de la mentira. He ahí la paradoja humana. ¿Y sabe por qué sentimos decepción o montamos en ira cuando nos damos cuenta de la mentira? Porque todos sabemos lo que hay detrás de ella, por experiencia propia.

Solo cuando la mentira y el mentiroso quedan al descubierto aplicamos la regla ética de la censura y el desprecio, con la andanada de reproches, regaños, castigos, culpabilidades y deudas morales que mentir acarrea. Mientras tanto, todos sabemos que nos mentimos unos a otros y a nosotros mismos, y hacemos como que no.

Todos necesitamos creer que las cosas buenas pasan o pueden pasar, y nos aferramos con terquedad a las mentiras de quienes alientan esa esperanza o expectativa, porque aceptar una realidad distinta podría devastarnos emocionalmente. De ahí la “ingenuidad” ante las promesas de amor y las políticas.

Después, cuando nos decepcionamos, por no atender las señales de que algo no andaba bien, nos convertimos no solo en escépticos, lo cual es bueno por sí mismo, sino en personas siempre desconfiadas, amargadas y cínicas, que culpan a los demás de sus malas acciones o su inacción.

Nos formamos un prejuicio respecto de las personas y bajo él nos relacionamos, de manera que siempre vamos a obtener de los otros lo que nuestra creencia vaticina, simplemente porque no querremos ver otra cosa.

Mantenemos, sin embargo, una pequeña ventana semiabierta, para filtrar a las personas a las que les habremos de creer, porque finalmente somos seres sociales y necesitamos aceptación, validación y pertenencia. Por ese espacio solo pasará quien me dé lo que necesito y reciba de mí lo que a su vez necesita. Pero no serán más que mentiras.

Así es. La mentira es la forma en que inicialmente nos vinculamos con los demás y con nosotros mismos, a través de una máscara que vamos configurando desde pequeños, reprimiendo aquello que puede ser ofensivo y desarrollando lo que se considera apreciable.

Mentimos para mejorar nuestra propia imagen, obtener algo de otros, engañar, evadir confrontaciones, ser compasivos, lastimar o evitar hacerlo y hasta por respeto y pertinencia. Necesitamos que nos mientan para creer que las cosas son o serán como queremos que sean, calmar nuestra ansiedad, alejar el miedo, sentirnos seguros, amados, apreciados y libres de culpa y vergüenza.

Nos mentimos a nosotros mismos por todas esas razones. Para convencer a otros necesito creérmelo primero yo, firmemente, de manera que integro la mentira cómo parte de mi realidad interior y la convierto en verdad. Jamás aceptaré que miento, porque habré dejado de saberlo. A solas y en silencio, sin embargo, una incomodidad surgirá y crecerá para recordármelo, y reforzaré la mentira, justificándola de diversas maneras. Este es un proceso inconsciente, con el cual creemos que realmente estamos encontrando razones indiscutibles.

Por eso el autoengaño es considerado la expresión suprema de la mentira. Entre él y la mentirilla piadosa hay toda una gama de faltas a la verdad, conscientes o inconscientes, que nos sirven para mantener la cohesión social, nuestras relaciones y una autoimagen de soportable, para los inseguros, a idolatrada, para los narcisistas.

Y aquí está la clave: faltas a la verdad. En la cultura liviana y vertiginosamente cambiante de la llamada posmodernidad, que no es otra cosa que la sociedad global controlada a través de las tecnologías de la información y la comunicación, la verdad es relativa. A este fenómeno se le llama posverdad.

Pero uno de los paradójicos efectos de este relativismo de lo veraz es que cualquiera puede darle carácter de verdad absoluta a un particular y parcial punto de vista. Ya cada quien puede tener la única información válida. Las redes sociales operan bajo este fundamento. El resultado no es más que reproducción y globalización de la mentira y el prejuicio.

 

      @F_DeLasFuentes

delasfuentesopina@gmail.com

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