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Lorde Summer or Addison Rae Summer? Morena quiere controlar la narrativa nacional

En Isfiya, una aldea enclavada en las colinas del Monte Carmelo, muy al norte de la modernidad de Tel Aviv, los aromas de las especias y pan recién horneado se colaban entre las mesas largas, donde se disponía un banquete generoso tan difícil de descifrar.

Una familia drusa ofrecía con hospitalidad su cocina, esa que resiste desde hace mil años de historia, a una delegación de periodistas latinoamericanos. Pero bajo la calidez del convite, latía un dilema profundo: ¿cómo se sobrevive cuando se debe servir a una bandera que combate a los tuyos?

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Reda Mansour, diplomático, poeta y anfitrión, nos recibió en su pueblo natal. En Isfiya, la fe drusa se siente en los símbolos que visten los negocios: la bandera de cinco colores —rojo, verde, amarillo, azul y blanco— ondea como recordatorio de una identidad espiritual única.

“Para nosotros, la reencarnación es un principio absoluto. El alma nace y renace sólo dentro de nuestra comunidad, hasta alcanzar la unidad”, explica con serenidad. Esa noción de permanencia —inmutable y cíclica— contrasta con la volatilidad del presente.

El conflicto entre Israel y Hezbolá volvió a colocar a los drusos en una posición desgarradora. El pasado 27 de julio, un cohete lanzado desde el Líbano por el grupo terrorista impactó en un campo de fútbol en Majdal Shams, en los Altos del Golán. Doce niños drusos murieron, treinta resultaron heridos. “La vista de los ataúdes blancos en fila fue devastadora”, escribió Mansour en ese entonces.

Los drusos en Israel —alrededor de 150 mil personas— constituyen una minoría leal. Sirven en las Fuerzas de Defensa, integran la policía, ocupan cargos públicos. Incluso están sobrerrepresentados en unidades de combate. “En el primer mes de la guerra en Gaza, el 10 por ciento de los soldados caídos eran drusos”, recuerda Mansour. Su compromiso con el Estado es evidente, pero el precio de esa fidelidad es alto. “En tiempos de guerra, sabemos que inevitablemente perderemos vidas drusas, tanto en este lado de la frontera como en el otro”, aseguró.

AFP

La paradoja es dolorosa. Los drusos habitan un territorio político fragmentado: Siria, Líbano, Jordania e Israel. Hoy, la guerra entre Israel y Hezbolá es más que un conflicto fronterizo. Es un ajedrez regional en el que Irán mueve piezas a través de sus milicias chiítas.

Más de 100 mil israelíes han sido desplazados del norte, y el arsenal de Hezbolá —superior al de Hamás— convierte al Líbano en una amenaza constante. “Israel debe responder con decisión”, advierte Mansour. “Si dudamos, nos encontraremos ante una catástrofe mayor”.

Pero mientras la estrategia se diseña en oficinas, la tragedia se cocina en los pueblos. En Isfiya, la vida sigue entre tradiciones milenarias.

Las creencias drusas, de raíz esotérica, honran profetas compartidos con el islam, el cristianismo y otras filosofías antiguas. Shuaib —identificado con el Jetró bíblico— es venerado, al igual que Al-Khidr, Salmán el Persa y Pitágoras. Sin embargo, el drusismo se mantiene cerrado a conversiones externas y su práctica se reserva a unos pocos iniciados.

Al terminar la comida, mientras la noche cayó sobre el monte Carmelo, es imposible no sentir el peso de la historia. La encrucijada de los drusos no es solo política, es espiritual.

Están entre dos fuegos: uno que los llama a defender un país que los reconoce como ciudadanos, y otro que los conecta, por linaje y memoria, con quienes están del otro lado del cañón.

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