El Papa Francisco ha muerto. Para los católicos, era el vicario de Cristo en la tierra. Para el mundo, la cabeza del Estado Vaticano. Para muchos no creyentes, un referente moral en tiempos revueltos. Con él se apaga una figura que incomodó a unos y entusiasmó a otros.
Francisco llegó en un momento difícil. La Iglesia tambaleaba por los escándalos de pederastia y el encubrimiento sistemático de abusos. Hacía falta un Papa que diera un volantazo. Y lo dio. Jesuita, latinoamericano, de gestos sencillos y palabra directa. Fue el papa que pidió “recen por mí” desde el balcón, el que eligió vivir en Santa Marta, el que no hablaba de herejes ni de pecadores, sino de hermanos heridos.
Promovió una Iglesia que ya no se entiende como un poder triunfalista, sino como un hospital de campaña. El cristianismo, decía, consiste en cuidar a los descartados. Y esa palabra —“descartados”— se volvió clave: ancianos, enfermos, migrantes, pobres, aquellos que las estructuras ni siquiera explotan, sino que simplemente desechan.
Algunos creyeron que rompía con la tradición. No es así. Francisco encarnó con vigor una línea que viene desde el Concilio Vaticano II: la opción preferencial por los pobres, la denuncia de las estructuras de pecado, la centralidad de la misericordia. Sin embargo, Francisco fue más contundente, más expresivo, más elocuente.
Ahora la sede de Pedro está vacante. El anillo del pescador será destruido, el humo volverá a elevarse en la Capilla Sixtina. Y el próximo Papa tendrá un reto inmenso: sostener el equilibrio entre tradición y reforma, entre el lenguje sagrado y el lenguaje directo.
Ha muerto el Papa de los gestos. Queda su palabra. Y queda la pregunta: ¿qué Iglesia quiere ser la Iglesia?