Otro banquete
El neón parpadea en la entrada de «La Cueva del Abuelo», un bar en Neza donde el sonido de una guitarra distorsionada anuncia que alguien está por espichar un cover de Afuera de Caifanes. En una mesa del fondo, seis figuras se reparten las sillas de plástico alrededor de dos cubetas de cerveza. No están aquí por casualidad; esta noche, como en la Atenas de antaño, el tema es el amor.
Byung-Chul Han prende un cigarro y exhala como si fuera el último romántico en la tierra. «El amor hoy está muerto», sentencia, «se ha transformado en un producto de consumo, una autoexploración narcisista en la que el otro es solo un espejo que nos devuelve la imagen que queremos ver». Saca su celular y desliza la pantalla con hastío.
Al otro lado de la mesa, Judith Butler lo mira con una ceja levantada. «No es que el amor esté muerto, es que no podemos entenderlo sin los marcos que lo sostienen. ¿De qué amor hablas? ¿El heteronormado, el queer, el que desafía las estructuras de poder?». Toma un trago de su cerveza y deja la botella sobre la mesa con un golpe seco.
Zygmunt Bauman se acomoda las gafas y asiente con pesar. «Vivimos tiempos líquidos. El amor es volátil, se escapa entre los dedos antes de que podamos darle forma. Amamos con miedo, con la conciencia de la obsolescencia programada. El amor, como todo, se ha vuelto desechable».
Charles Bukowski, que ya va por su tercera cerveza, da un manotazo en la mesa. «¡No me vengan con mamadas filosóficas! El amor es un callejón oscuro lleno de botellas rotas y promesas vacías. Se parece más a un perro callejero que te sigue hasta que le tiras una piedra. Y si tienes suerte, a veces te muerde». Se ríe solo, levanta la botella y la vacía de un trago.
En el fondo del bar, un tipo con una chamarra de cuero rasga los primeros acordes de Viento y la conversación se interrumpe por un instante. Es entonces cuando Slavoj Žižek, con la barba empapada de espuma de cerveza, carraspea para tomar la palabra. «¡No sean ingenuos! El amor es la más violenta de las ideologías. Nos consume, nos convierte en sujetos atrapados en una fantasía. No queremos al otro, queremos lo que proyectamos en él». Ríe con su clásico tic nervioso y da un largo trago.
Mientras todos reflexionan, aparece una figura que había permanecido callada hasta ahora. Es José Saramago, con su semblante pensativo y una leve sonrisa irónica. «El amor es un laberinto de espejos donde creemos vernos y solo encontramos la sombra de lo que nunca podremos alcanzar. Nos arrastra, nos contradice, nos traiciona, y sin embargo, insistimos en llamarlo por su nombre». Exhala el humo de su cigarro y observa el fondo de su vaso con la mirada perdida.
De repente, la puerta del bar se abre con un golpe y entra una mujer de presencia imponente, con el cabello recogido y vestida de negro. Es Marina Abramović, con los ojos encendidos como si viniera de atravesar un performance de dolor y resistencia. Se tambalea hasta la mesa y fija su mirada en Bukowski.
«¿Por qué no me amas?», le espeta sin rodeos. «Eres el poeta de la sordidez, el profeta de la miseria, el cronista del desencanto… pero dime, Bukowski, ¿acaso has amado alguna vez?».
Bukowski sonríe con desgano, da un último trago y se inclina hacia ella. «Nunca has entendido el amor, Marina. Crees que es sufrimiento, que es resistencia, que es un acto de entrega absoluta. Pero el amor no es una performance. Es más como una resaca larga, un billete de lotería que siempre está premiado con la misma derrota». Se echa hacia atrás y suelta una carcajada áspera.
Las cubetas se vacían y el volumen de la música sube. La noche en La Cueva del Abuelo sigue su curso mientras los filósofos, artistas y escritores, ebrios y contradictorios, brindan por el amor: ese animal escurridizo que, como una canción de rock mexicano, nunca se deja atrapar del todo.