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No me invoquen con eufemismos. No me disfracen con palabras suaves ni pretendan ignorarme. Estoy en ustedes, en cada mirada furtiva, en cada sonrisa fingida, en cada alabanza que esconde el veneno de un deseo frustrado. Soy la sombra de lo que no tienen, la fiebre que los consume cuando ven brillar a otro. Soy la envidia, la pasión inconfesable, como diría Elena Pulcini, aquella que nadie admite pero todos sienten.

Pueden negarme, pero me llevan dentro. Me oculto tras su cortesía, tras sus discursos sobre justicia y equidad. Me disimulan con frases de superación personal, con lemas sobre la importancia de la gratitud y la aceptación, pero en la soledad de sus pensamientos, susurran: ¿Por qué él y no yo? ¿Por qué ella tiene lo que me corresponde? ¿Por qué alguien más ocupa el lugar que yo merezco?

No me confundan con la ambición o el deseo de mejora. Esas son fuerzas torpes que aún conservan la esperanza. Yo soy más profunda, más antigua, más visceral. No busco que se esfuercen, no quiero que crezcan. Solo quiero que sufran al ver a otro tener lo que ustedes ansían. Soy el dolor del reflejo, la llaga que supura cuando alguien les recuerda lo que nunca serán.

Friedrich Nietzsche me comprendió bien. Supo que mi hogar no está en los fuertes, sino en los débiles. No en aquellos que pelean por lo suyo, sino en los que se consumen en su resentimiento, incapaces de aceptarse, demasiado cobardes para luchar y demasiado orgullosos para rendirse. Me nutro de su amargura, de sus comparaciones inútiles, de su incapacidad de disfrutar sin medir lo que tienen frente a los demás. Me instalo en sus mentes como una semilla silenciosa que crece con cada triunfo ajeno. Me deslizo en sus pensamientos como un eco constante que les susurra que nunca será suficiente, que siempre habrá alguien más joven, más exitoso, más amado.

Y no crean que solo vivo en los fracasados. No. También acecho a los triunfadores. Soy el temor que los invade cuando sienten que otro puede superarlos, cuando descubren que su gloria no es eterna, que su victoria es efímera. Estoy en el actor que teme la llegada de una nueva estrella, en el escritor que se siente amenazado por una pluma más audaz, en el empresario que, a pesar de su riqueza, no soporta que su competidor haya logrado algo que él no. En el fondo, no es la carencia lo que los envenena, sino la comparación. Si vivieran en un mundo donde nadie tuviera más que ustedes, quizá serían felices. Pero en este mundo, donde siempre hay alguien con más fortuna, más belleza, más talento, más amor, mi presencia es inevitable.

Me hallarán en todas partes: en la historia de cada guerra, en las traiciones políticas, en las familias divididas, en los amigos que desean el fracaso del otro en silencio. Estoy en el artista que descalifica la obra ajena, en el académico que envidia el reconocimiento de su colega, en el amante que no soporta la felicidad del que alguna vez le fue suyo. Estoy en la hermana que finge alegrarse por el éxito de la otra, en el amigo que sonríe con los labios pero aprieta los dientes al ver que no es el único que brilla. Estoy en la madre que no soporta que su hija la supere, en el hijo que no perdona que su padre haya logrado lo que él no pudo.

Intenten escapar de mí, si pueden. Recen, si creen que eso los salvará. Pero tarde o temprano, en un momento de descuido, sentirán mi ardor en el pecho, mi susurro en la mente. No se engañen: jamás han estado libres de mí. Soy la hermana oscura del deseo, la grieta en su vanidad. Soy Eris, y habito en cada uno de ustedes.

Pero no se apresuren a maldecirme. Soy su verdad más cruda, el espejo que nunca quieren mirar. Sin mí, jamás sabrían lo que realmente desean. Sin mí, nunca experimentarían la rabia que los impulsa a luchar, aunque sea envenenados por la frustración. Soy la chispa que enciende las revoluciones, el aguijón que les recuerda que aún no han conquistado todo lo que anhelan.

Porque aunque me desprecien, también me necesitan. ¿Acaso no han sentido el placer de ver caer a aquel que envidian? ¿No han disfrutado, aunque sea en lo más profundo de su ser, del fracaso de otro? Esa satisfacción oculta, ese destello de triunfo que sienten cuando la fortuna abandona a aquel que alguna vez admiraron con rencor, soy yo. Soy la justicia que no se atreverían a confesar.

Y si me creen un mal innecesario, piensen en la historia. Piensen en cómo he movido imperios, en cómo he provocado conflictos que han cambiado el rumbo del mundo. Piensen en Paris y en la manzana que arrojé en la boda de Peleo y Tetis. Un simple gesto bastó para desatar la Guerra de Troya, para destruir reinos y glorificar nombres en la memoria de la humanidad. ¿No es la historia misma un testimonio de mi poder?

Así que no pretendan erradicarme. No pueden. Lo que pueden hacer, si son lo bastante valientes, es reconocerme, mirarme a los ojos y aceptar que, en el fondo, siempre estoy ahí. No para destruirlos, sino para recordarles que el ser humano no es noble por naturaleza, que la fraternidad tiene sus límites y que, detrás de cada sonrisa, siempre hay un rastro de deseo insatisfecho.

No me maldigan. No me nieguen. Solo admítanme en silencio y sigan adelante, con la certeza de que, en algún rincón oscuro de su alma, siempre estaré observando.

Soy Eris. Y soy parte de ustedes.

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