El segundo y último informe de labores de la ministra presidenta Norma Lucía Piña Hernández al frente de la Segunda Sala Administrativa y de Trabajo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el cual tuvo lugar el martes pasado, dejó varias lecturas para el análisis y la reflexión, entre ellas el clima de hostilidad que existe en estos momentos hacia el Poder Judicial y que fue generado y alimentado por el expresidente Andrés Manuel López Obrador, quien durante todo su sexenio se dedicó a atacar al único reducto de autonomía que nos queda a los mexicanos.
La gestión de Piña Hernández fue de contrastes, con aciertos y errores, pero sobre todo fue un ejemplo de resistencia y resiliencia frente a los constantes ataques del oficialismo, el cual al no lograr someterla, optó por desacreditarla ante la opinión pública y la sociedad con una narrativa falaz de que servía a los intereses de los enemigos del régimen.
Nada más falso.
Fiel a su costumbre de denunciar supuestos actos de corrupción pero sin aportar las pruebas que soportarán y sustentarán sus dichos, López Obrador confeccionó una narrativa de aborrecimiento hacia la Corte por tres principales razones y que a su vez se convirtieron en el pretexto que detonó su capricho al que llamó “reforma judicial”: El primero, conceder a la Secretaría de la Defensa Nacional el control total de la Guardia Nacional, un órgano que se creó con carácter civil; el segundo, la anulación del decreto por el cual López Obrador blindó la información de sus megaproyectos (el aeropuerto “Felipe Ángeles”, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya, principalmente) haciéndolos pasar como asuntos de “seguridad nacional” y, el tercero, la anulación de la reforma electoral (su dichoso Plan “B”), aprobado por la aplanadora guinda en el Congreso de la Unión a pesar de que fue redactado y cabildeado sobre las rodillas. Piña Hernández y la Corte se pronunciaron en contra de estos tres proyectos y eso bastó para desatar la furia de López Obrador, quien jamás quiso digerir el término “división de poderes”.
En resumen, fueron seis años en los que la Corte operó sobre un campo minado.
Pero como la historia y el tiempo irreductiblemente ponen a todos en el lugar que se merecen, ahí queda para la posteridad la instantánea al final del discurso de la ministra presidenta Piña Hernández siendo respaldada y cobijada por el aplauso de la gran mayoría de sus colegas del Poder Judicial. Respeto y reconocimiento totales mientras las tres ministras obradoristas (Yasmín Esquivel, Loretta Ortiz y Lenia Batres) la miran totalmente mudas, con las mandíbulas y los puños apretados, mostrando desprecio, menosprecio, coraje y resentimiento hacia una mujer que no es digna de su sororidad simple y llanamente porque ella no se agachó ni se sometió a los designios de un hombre con poder.
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