Estados Unidos enfrenta una de las elecciones presidenciales más reñidas de su historia reciente. Con una diferencia casi inexistente en estados clave como Pensilvania y Nevada, la vicepresidenta Kamala Harris y el expresidente Donald Trump compiten en un duelo que podría culminar sin un claro ganador, un escenario sin precedentes en la era moderna y con repercusiones de largo alcance.
En elecciones pasadas, el magnate neoyorquino en 2016 y George W. Bush en 2000 ganaron sin alcanzar la mayoría del voto popular, lo que generó dudas sobre la representatividad de un sistema en el que ganar los votos de ciertos estados vale más que ganar el sufragio nacional.
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Aunque es complicado, si en esta elección existiera un empate en el Colegio Electoral —es decir, 269 votos para cada candidato—, el desenlace se definiría en el Congreso. En este caso, la Cámara de Representantes, con un voto por estado, decidiría al próximo presidente, lo cual podría inclinar la balanza hacia el expresidente, debido a la mayoría republicana en las delegaciones estatales.
La historia ya presenció elecciones no definidas por el voto popular, pero un empate en el Colegio Electoral no ocurre desde 1800, cuando el Congreso intervino tras 36 rondas de votación para decidir entre Thomas Jefferson y Aaron Burr.
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Ambos candidatos son símbolos de los extremos políticos. La demócrata, quien busca ser la primera presidenta mujer de ascendencia afroamericana y asiática, defiende una agenda de estabilidad y alianzas internacionales.
Por su parte, el magnate se mantiene fiel a una postura nacionalista y aislacionista, con promesas de limitar el apoyo militar en el extranjero y priorizar los intereses económicos de su país.
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Para el mundo, este duelo entre la vicepresidenta y el expresidente es crucial, pues cada candidato representa una visión distinta del rol de Estados Unidos en la arena internacional.
Con temas que abarcan desde el comercio con México hasta las relaciones en Medio Oriente, el desenlace de estas elecciones será determinante.