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“Toda la vida humana puede encontrarse en un aeropuerto”. David Walliams

Debo confesar que tengo un apego especial por los aeropuertos. A los 17 años tomé un vuelo para salir a trabajar y estudiar fuera del país. Cuando fui director editorial de Encyclopaedia Britannica Publishers, viajaba constantemente a Madrid, Barcelona, Río de Janeiro, Chicago y Memphis, Tennessee, donde imprimíamos la Enciclopedia Hispánica. En los ochenta y noventa fui investigador asociado del Centro de Estudios Estratégicos Internacionales y volaba a Washington casi todos los meses. En este siglo XXI, hasta que empezó la pandemia, daba decenas de conferencias al año, lo que me obligaba a volar y regresar el mismo día de distintas ciudades. Una vida de prisas y presiones quedaba enmarcada en unos forzados momentos de tranquilidad y reflexión en la espera del siguiente abordaje. 

Don DeLillo, el novelista, escribió en Zero K acerca de esas “eternidades en blanco en el aeropuerto. Llegar allá, esperar allá.”. En The Names añadía: “Los viajes aéreos nos recuerdan quienes somos”. Jennifer E. Smith afirmaba en The Statistical Probability of Love at First Sight: “La gente que se conoce en aeropuertos tiene un 72 por ciento más de probabilidades de enamorarse que quienes se conocen en cualquier otro lugar”. Pero no todos son iguales. Norman Foster, el más reconocido arquitecto de aeropuertos en el mundo, quien diseñó el de Texcoco, decía: “Hay algunos aeropuertos que te hacen sentir mejor, pero otros te hunden el corazón y no puedes esperar a salir de ellos”. 

Las dos sensaciones las he experimentado en el mismo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Durante años, en cientos de vuelos, me sentí entusiasmado al llegar. Su cercanía era, por supuesto, su principal virtud, pero a pesar de que siempre fue pequeño, y en los últimos años se saturó fuera de toda proporción, tenía un encanto especial; sobre todo, funcionaba razonablemente bien. El AICM era una inusitada empresa gubernamental rentable -“muy rentable”, me dijo una vez un director– y eficiente. 

Hoy es una tristeza. El deterioro se acumula, no solo en las pistas sino en todas las instalaciones; los retrasos y cancelaciones, los aterrizajes abortados, son cada vez más frecuentes. No es la saturación. En 2019 el AICM manejó 50.3 millones de pasajeros; 4.5 millones solo en diciembre. En 2021 la cifra bajó a 36.1 millones. En mayo de este 2022, pese a la aparente saturación, fueron solo 3.6 millones. 

Durante años se le hicieron parches porque la idea era cerrarlo y trasladar sus operaciones al NAIM. El presidente López Obrador, sin embargo, no solo canceló el NAIM, sino que amplió el aeródromo militar de Santa Lucía para convertirlo en una instalación civil-militar. Argumentó que esto reduciría la saturación del AICM, pero no fue cierto. Ya Mitre, la especialista en estos temas. había advertido que no habría una compatibilidad completa entre los dos. El resultado es que el AIFA, en lugar de ayudar, ha aumentado el problema. Además, la TUA, la tarifa de uso de aeropuerto del AICM, la más elevada de México, se está utilizando para pagar los bonos del NAIM, en lugar de para mantener las instalaciones del AICM. 

Tarde o temprano habrá que cerrar el aeropuerto capitalino, que era el plan inicial cuando se proyectó el NAIM. Como dudo que pueda retomarse el NAIM, el AIFA tendrá que convertirse en el único aeropuerto del valle de México. Por eso es tan urgente que terminen las obras que lo conectarán a la capital y cuya falta es una de las razones del rechazo hacia él. 

Billetes. A los “invitados” de la cena con el presidente del 27 de julio les pasaron una hoja impresa para anotar cuánto aportarían “de manera voluntaria”: 20, 25, 50 millones de pesos o más. “Una vez cubierto en su totalidad el monto señalado”, decía el impreso, “la Lotería Nacional le entregará los billetes correspondientes”. 

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